Charly el Venerable


Charly, venerable anciano. Agosto de 2005.

Por entonces, aún no sabíamos que Charly venía arrastrando, hacía años, una infección a causa de la Leishmania que nunca había sido detectada en las revisiones periódicas. Su enfermedad no se manifestaba más que por pequeñas erupciones cutáneas al llegar los veranos. Sus achaques eran pocos y llevados con dignidad. Sólo una mala dentadura y alguna pérdida de orina, probablemente causada por una próstata averiada. Su edad debía ya de equivaler a unos setenta años humanos y cada vez iba durmiendo más tiempo durante el día.

El último día de Charly


El día 7 de septiembre, le oí un gemido de dolor. Creímos que una mala postura o un movimiento demasiado brusco le había producido algún tirón muscular. La veterinaria nos dío la mala noticia: Charly padecía leishmaniosis y había sufrido una crisis renal. No había cura para él. Unas horas después, unos leves temblores revelaban que el proceso se estaba acelerando. Una rigidez de toda su parte trasera le dificultaba el movimiento. Aún así, un último ladrido entrecortado respondiendo a un perro lejano revelaba que seguía en guardia hasta el último momento.

Maten a mi amigo

Nadie sabe lo que significa esta frase hasta que la tiene que pronunciar. Yo no quería que Charly empezase a sufrir ni un segundo de su tiempo. Lo que no hubiese querido para mí, tampoco lo quería para él. Tomé la terrible decisión, el día 9 por la tarde. Las últimas horas ya no me separé de él y permanecí sentado en su colchoneta, junto a él, acariciándole.
Aún recuerdo la mirada atenta que dirigió Charly a la persona que iba a dormirle, cuando entró en la habitación. Tuve la sensación irracional de que le traicionaba cuando me dirigí a la veterinaria, pidiéndole que abreviara las operaciones. Una dosis masiva de anestésico, inyectada en vena hizo que Charly cayera cinco segundos después, dormido para siempre.
Me sorprendí a mí mismo haciendo un comentario frívolo: "Ah; no creí que esto funcionase tan rápido". Sólo era una manera de cubrir mis ganas de echar a correr.

El descanso de Charly

Escogí para Charly la parte más despejada del jardín, donde crecía la hierba donde él acostumbraba a revolcarse. Era el lugar que me sugería su modo de vida libre. Había vivido casi toda su existencia sin un collar, en un espacio sin límites y no me imaginaba tenerlo en otro sitio.


Si las alas le hubiera cortado / sería mío / no hubiera huido./ Pero así/ no volvería a ser pájaro / Y lo que yo amaba era el pájaro / y lo que yo amaba era el pájaro.
(Miquel Laboa)

Cavé con todas mis fuerzas experimentando, junto con el dolor, una terrible sensación de rabia. No sé muy bien para qué o para quién iban dirigidos aquellos golpes de pico.
Conmigo estaban Ana María y su hija Laura, las personas que le habíamos querido. No hubiéramos aceptado a nadie más en ese momento.

La Muerte

Delante de aquel cuerpo muerto me quedé estupefacto, sin poder pensar.
No era posible que la historia vivida con él se hubiera borrado de un plumazo. No era posible que ya no me recibiese con esos increíbles saltos cuando yo volvía de la calle, como si no me hubiera visto durante semanas. De golpe entendí yo, un escéptico radical, el nacimiento de todas las supersticiones, de todas las creencias, de todos los engaños que nos puedan aliviar. Hubiese sido un consuelo saber que Charly estuviese ahora retozando por la hierba de algún valle persiguiendo mariposas. Una y otra vez tenía que alejar esos estúpidos pensamientos y comprendí la facilidad con que una mente poco crítica puede caer en la confusión cuando el deseo enmascara la realidad. Aún así, estuve a punto de caer en la superstición cuando pensé en enterrar su juguete preferido, una pelota desgastada y descolorida, junto con su cuerpo. Por un momento no me importaba estar repitiendo el estúpido ritual de quien deja una ofrenda a sus dioses preferidos o a sus muertos.

El Duelo y la Rabia

Durante muchos días no conseguía hacerme a la idea de haber perdido a mi amigo. Por toda la casa me tropezaba con objetos que me lo recordaban. La valla metálica para protegerle, las innumerables pelotas de goma, los impermeables y abrigos que yo le había cosido para pasar el invierno, los arneses reflectantes que le había hecho para protegerle de algún posible atropello... Cuando bajaba al jardín mi vista tropezaba invariablemente con el lugar en que lo había enterrado. Muchas sensaciones se me amontonaban y, la que más me sorprendió, fué mi propia rabia. A veces era más fuerte que el dolor y durante estos episodios, hubiera deseado salir a la calle a descargar la furia a patadas contra todo lo que se moviese. Casi deseaba encontrar a alguien que estuviese haciendo daño a un animal para matarle con mis propias manos. Ojalá hubiera habido un Dios para maldecirle.
Me preguntaba una y otra vez: ¿para qué sirve la vida si después siempre viene la muerte?
Me sentía incapacitado para poder comunicar libremente a nadie lo que sentía. ¿Cómo contar a alguien, sin aparecer ridículo, que yo había constituído, con Charly, una especie de familia y que cuando él faltó yo me sentí huérfano? Sólo había estado cinco años conmigo pero tenía —y tengo— la sensación de que ocupó una parte mucho más larga de mi vida. Lo peor era saber que, con el tiempo, aquel dolor se iría diluyendo hasta desaparecer. Un día dejaría de regar las hierbas que crecen sobre su tumba; otro día dejaría de quebrárseme la voz al nombrarlo y ese olvido inevitable me parecía ahora mismo una traición a mi amigo.

Durante muchos días, la imaginación se desbordaba e iba haciendo nacer ideas descabelladas. Yo era consciente de que sólo eran recursos artificiales de la mente; trucos inconscientes para defenderse del dolor, pero les dejaba nacer y desarrollarse. Muchas de estas ideas nacían de los esfuerzos de la irracionalidad que tiende a aparecer lejos de todo razonamiento y de cualquier lógica. Yo sabía que eran las ideas que los creyentes manejaban y, si a ellos les aliviaban ¿por qué no iba yo a utilizarlas?

Alguna de estas elucubraciones magnificaban la imagen de Charly, presentándomelo como un animal excepcional, de cualidades casi humanas o de inteligencia extrema. A veces pensaba que ningún otro perro podría ocupar nunca su lugar. Que yo había tenido mucha suerte en conocerle. El juego mental generado por la tristeza llegaba a hacerme imaginar que no era él quien había tenido suerte sino yo el que había tenido el verdadero honor de que él me escogiera como su amigo.
Después de un rato de vivir esas fantasías volvía a la tierra, a la racionalidad. Yo sabía que creer en algo así era absolutamente estúpido; que cualquier animal se parecía a otro con pequeñas variaciones.

De repente entendí que lo que era verdaderamente insustituíble no era el animal en sí, sino el vínculo que yo había creado con él. Ahora comprendía claramente que eso era lo mismo que sucede con las personas. Muchos se enamoran de alguien de manera descabellada sin comprender que lo único notable no es el objeto de su amor sino el vínculo que establecen.

¿Para qué sirve el dolor? Comprobé, en mi carne, que parece muy difícil erradicar de nuestras mentes los resortes, quizás genéticos, que dan nacimiento a la distorsión, a las creencias y a la irracionalidad. Deduje que, quizás, el innecesario dolor por los ausentes, tan poco útil, y el derroche de sentimientos ya inservibles sean el efecto inevitable y el contrapeso del vínculo afectivo que lleva a la cohesión social. Que el afecto desorbitado que algunos humanos sentimos por seres de otras especies sea el resultado de algún error de la Selección Natural cuando lo lógico y racional fuese considerarlos como competidores, parásitos o, simplemente, hostiles.

Sólo hace poco, se me empezó a ocurrir que no había ninguna causa objetiva para sufrir por Charly: yo le había librado de un futuro incierto; le había proporcionado una vida buena; le había procurado todos los cuidados; una vejez tranquila, en un lugar donde podía disfrutar de todas las comodidades de las que un perro puede disponer. Le había procurado el descanso final en un momento en el que aún los achaques no se habían presentado de manera dolorosa. Charly se había ido en un momento dulce de su vida. Había tenido mucha mejor suerte que tantos y tantos perros abandonados o con vidas miserables. En definitiva, el episodio de su adopción había sido un éxito de principio a fin. Charly había sido feliz y eso era lo único importante. Tenía que incorporar esta idea de manera automática cada vez que me acordase de él. Además de todo ello, me había proporcionado buenos momentos ¿qué podría querer yo más? Ana María dice que Charly fue un regalo que nos dió la vida y creo que ésa es una frase afortunada.

El legado de Charly

Charly dejó algo más que unos pocos bienes —su pelota, su colchoneta, su arnés— a los otros perros, Chirla, Black, Cooper, que le suceden. Aumentó en mí la capacidad de sensibilizarme, de percibir qué ocurre a mi alrededor. No sé si eso es bueno o malo. Pero obliga a vivir con más intensidad.

También me he dado cuenta de que el sufrimiento por alguien que se ha ido —perro o persona, qué más da— es, aunque no se quiera ver así, un sentimiento egoísta. El que se fue ya no sufre; ¿por qué sufrir por él? Aunque no lo queramos reconocer, nos lamentamos por nosotros mismos; por lo que hemos perdido.
Por otra parte, cada segundo de la vida no vuelve más. No es útil para nadie seguir sufriendo por lo que no es posible arreglar. Eso es algo que me tengo que recordar cada día, cuando la melancolía tira de mí hacia atrás. Si tuviésemos otra oportunidad prometo empezar, esta vez, más entrenado contra la tristeza

Charly vive

No, no. Ya no tendría que seguir llorando como un niño por los rincones. Hoy me obligo a pensar que la tumba de Charly no es, realmente, el lugar donde él descansa. Ahí no hay más que un puñado de huesos sin ningún significado. Donde está Charly es, realmente, en mi memoria. De ahí nada ni nadie podría quitarlo. Ningún riesgo corre ahí. Se acabaron para él aquellos fríos del invierno y los miedos por la agresión de aquellos desconocidos. Yo lo protegí a él y ahora él me protegerá a mí. Charly vivirá mientras yo viva; mientras yo sea capaz de recordarlo.
Ayer me acordé de la antigua creencia de aquellos guerreros que devoraban el cerebro de sus enemigos para adquirir su valor o su fuerza. Yo haré algo parecido. Yo incorporaré a Charly a mi propia persona. Seremos uno. Su valor y su fuerza serán míos, como mi valor y mi fuerza fueron suyos. Charly vivirá dentro de mí y podrá, a través de mis ojos, ver la próxima primavera.

En fin: ya sé que es uno de esos trucos.
Pero, de momento, no tengo otro.

Abril de 2006. Siete meses sin Charly.

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