ESTA NOCHE LOS HE VISTO

Diciembre de 2006

Estaban todos allí: Eddie, Nano, Chuli, Hades y Febo, Kazán, Erka, Dobi, Lupo, Charly, Cooper, Black, Pecas, Pitt y Harry, Excálibur, Maligna, ChuchoGarcía, Quissu, Dragón, Bosni, Tacat, Ramona, Chirla, Noa, Trostky. A unos, los conocía; a otros, los reconocí en seguida sin haberlos visto antes. Eran los perros que habían compartido nuestra vida.
Corrían, ladraban y jugaban sin parar. El lugar era extraño: estaba inundado por una luz radiante pero, a la vez, suave. Parecía un enorme valle sembrado de hierba espesa y salpicado de pequeñas flores pero, mientras lo miraba, parecía convertirse en el gran salón de una casa acogedora y caliente. Había árboles, caminos y arroyos de agua clara pero, visto más de cerca, cada árbol se convertía en un inmenso sofá donde poder subirse a echar una perruna siesta. No podía dejar de mirar a Charly, pero él no podía verme. Estaba lustroso y feliz; parecía haber abandonado aquel talante antipático; hasta movió un poco el rabo cuando Pecas (¿o quizás era Tacat? eran tan parecidos...) acercó su morro al suyo en gesto de saludo. Maligna excavaba el suelo -iba por el hoyo número quinientos- pero, ante mi asombro, cada hoyo desaparecía cada vez y el suelo recuperaba su aspecto. Nadie le podría regañar por una travesura que no dejaba huellas. Pecas aullaba, mirando al cielo y entonaba perfectamente una escala en si bemol. ChuchoGarcía escuchaba unos cohetes pero ya no se asustaba. Dragón estaba sentado, algo apartado y juraría que, de sus ojos, había desaparecido aquella expresión de constante amenaza que tanto atemorizaba a todos los demás perros del barrio. Hades mordisqueaba una pata de Febo y éste enseñaba los dientes a Hades en una mueca de fingida agresión. Chirla me buscaba, contenta antes de poder verme. Noa no sabía que estaba muerta; tan de repente había llegado a este lugar.

Sin saberse cómo, apareció alguien en medio de ellos. Era un humano y noté, sin que me pareciera extraño, que tenía a la vez todas nuestras caras, las de los dueños. Era evidente que todos reconocían a su respectivo amo en el recien llegado porque se volvieron locos de alegría. Las cabriolas y los saltos duraron mucho rato. Después, en un alegre jolgorio, corrieron todos juntos en una y otra dirección, para descargar la excitación. Sin saber cómo, el suelo se había llenado de almohadones, calcetines y zapatillas viejas que fueron mordisqueadas y destrozadas en un santiamén. Todo les estaba permitido allí.

La tarde fue llegando poco a poco y la algarabía fue dando paso lentamente a la placidez del descanso vespertino. Cada uno escogió el sofá que le pareció mejor para arrellanarse. Otros se revolcaban entre la hierba en un visible éxtasis. Quissu daba cabezadas a punto de dormirse, mientras Ramona, su madre, le lamía como a un cachorro, como había seguido haciendo toda su vida. Trotsky roncaba sonoramente. De vez en cuando, todos levantaban la cabeza o enderezaban sus orejas ante un ladrido lejano. Seguían estando alerta, como siempre. La luz se fue del todo y ya no pude ver nada.

Cuando desperté esta mañana ya no estaban. Y yo no puedo recordar dónde pasó todo.

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