Ante mi asombro, Charly, un perro acostumbrado a vivir en libertad sin horarios, disciplinas ni costumbres domésticas pareció comprender en el acto, al entrar a vivir en mi casa, lo que se esperaba de él. Desde el principio aguardaba mi vuelta del trabajo sin mancharme ni estropearme nada en casa como el más civilizado de los perros domésticos. Al principio, cuando salíamos a la calle, lo llevaba suelto pero cuando percibí su carácter dominante, que me ponía en apuros con los dueños de otros perros, tuve que tomar la penosa decisión de sujetarle con una correa durante los paseos. Otra vez ante mi asombro, Charly la aceptó con toda naturalidad. Nunca percibí en él la menor incomodidad por sentirse sujeto; más bien al contrario: creo que la correa le permitía sentir que yo estaba al otro lado. Ya no tenía la necesidad de mirar frecuentemente hacia atrás para ver si yo le seguía.

Su carácter era hosco pero, sin embargo, resultaba extremadamente amigable con los humanos. Sólo había una excepción: ante los grupos de jóvenes permanecía visiblemente alerta y eso corroboraba la posibilidad de pasadas aventuras desagradables. Charly debía de recrear en su memoria esas escenas al ver a personas que se parecían a los agresores de su viejo dueño.

También yo tenía que aprender a vivir con Charly. Yo nunca había tenido especial interés por los perros; prefería a los gatos con su carácter independiente, egoísta y distante. Hacía poco que había muerto mi gata, a la que había recogido recién nacida, diecisiete años antes. Su muerte me había provocado casi una depresión y tenía reciente esa sensación de vacío. Por aquel entonces, yo vivía solo y Charly vino a rellenar ese hueco. Con él empezaba a conocer a los perros por primera vez.

El carácter de Charly

Charly iba revelando su carácter. Odiaba a los demás perros y, era evidente que había decidido que su territorio propio abarcaba no sólo el barrio sino toda la ciudad y el mundo entero. No toleraba a cualquier posible adversario, fuese grande, pequeño, macho o hembra. Recuerdo un divertido episodio en el parque al que empecé a llevarle para que adquiriese hábitos sociales, en el que puso en fuga, después de morderle, a un precioso Husky recién salido de la peluquería, veinte kilos más grande que él, y que, poco acostumbrado a semejantes modales, huyó gimiendo como un cachorro asustado.
Charly era desobediente y pendenciero. Pero, curiosamente, no era autosuficiente. No podía verme marchar de casa, sin expresarse con sonoros lamentos perrunos. Quizás esos dos meses en los que su amo había desaparecido sin dejar rastro habían hecho mella en él. Era evidente que el trauma producido por la ausencia de su amo había creado en él un terror a verse abandonado y cada vez que yo desaparecía, lloraba como un cachorro. Esa mezcla de bravuconería e indefensión me inspiraba una inmensa ternura. Esa dependencia parecía revelarse en su permanente necesidad de llevar siempre algún juguete familiar en la boca, como un niño con su chupete. Se conformaba con muy poco: una piedra le bastaba si no tenía cerca alguna de sus pelotas de goma.
Siempre permanecía en estado de alerta. Se sentaba o se tumbaba muy pocas veces. Aún cuando le rendía el sueño por las noches, intentaba mantenerse erguido dado cabezadas. Incluso en algún viaje largo que había durado diez horas, había permanecido de pie dentro del vehículo sin consentir en sentarse ni un solo minuto. Quizás su vida anterior, expuesto a cualquier peligro, le había forzado a una eterna vigilancia.

Aquel perro misógino y desobediente resultaba un reflejo de mi mismo y despertaba en mí una creciente simpatía. Laura me aconsejaba que le impusiese algo de disciplina pero siempre me resistí creyendo que Charly ya había padecido suficientes penurias en la primera etapa de su vida para que, ahora, alguien le empezase a coartar la libertad. Aquella relación que había nacido por un acto de compasión se convirtió rápidamente en camaradería. Quizás el hecho de que yo viviera solo hizo que me acercase a Charly como a un compañero humano. La sensación fue creciendo con los años. La misma distorsión que se opera en los perros domésticos cuando consideran a los humanos como pertenecientes a su manada, se había operado en mí en sentido contrario: percibía a Charly como parte de mi familia. Al final, Charly era, realmente, como mi hijo.

Creo que el vínculo que se estableció entre él y yo difería del que se suele formar normalmente entre un perro y su amo. Nunca me llegué a sentir 'dueño' de Charly. Nunca sentí que el hecho de ser yo quien le había liberado de una situación incierta, me legitimara para ejercer derechos sobre él. Yo era, como mucho, su tutor o su protector. Suponía que, en su mente perruna, guardaba el recuerdo de su dueño desaparecido y yo quería respetar ese recuerdo y no interferir en ello.

Charly cariñoso

Cuando, los fines de semana, venía Ana María a buscarnos, Charly desarrollaba todo un ritual de agitado entusiasmo. Sabía perfectamente por qué salíamos a la calle y por qué esperábamos en aquella esquina. Al aparecer el coche, lo reconocía desde lejos entre docenas de otros parecidos y su entusiasmo sorprendía a todos los transeúntes.

Cualquier gesto íntimo entre Ana María y yo era detectado por Charly aunque estuviese en el extremo opuesto de la casa. Inmediatamente, sentíamos la cabeza de Charly entre nuestras piernas intentando no perderse cualquier gesto y participar en todo lo que pasara.
Entonces no sabía que esa capacidad era compartida por otros perros. Tampoco sabía que era normal ese olfato prodigioso que le facilitaba la localización de algo que le gustase aunque estuviese perfectamente escondido y fuera de su vista. Todo lo de Charly me parecía nuevo y asombroso.

---------------

Un par de años después de todo esto, Charly y yo fijábamos nuestra residencia en un lugar paradisiaco; una finca en mitad de la montaña con espacio de sobra para que él pudiese correr cuanto quisiera. Su jubilación estaba garantizada en el mejor de los lugares posibles.

El bravo Charly

La presencia de Quissu, otro gran perro residente en la finca me aconsejó levantar una valla metálica de treinta metros para dividir el terreno. Yo no quería exponer a Charly, con sus desgastados dientes, a una posible pelea con el otro macho que pesaba veinte kilos más que él.
Aún así, las ganas de desafiarse eran tantas que, un día, Quissu consiguió saltar la valla y forzó un encuentro volentísimo. La pelea era a muerte y yo, al intentar separarlos, sufrí la perforación de una mano por el inmenso colmillo de Quissu. Charly sufrió un terrible destrozo en la cara, con una mejilla medio arrancada. Afortunadamente, unos puntos de cirugía repararon su cara y pocos días después volvió, como si nada hubiera pasado, a retar a Quissu a través de la alambrada.
Más tarde murió Quissu y a Charly le trajimos una pequeña compañera, abandonada en una gasolinera por un dueño que nunca volvió a por ella. A esta pequeña le dimos el nombre de Chirla, transformación del nombre de Charly. Éste, misógino como siempre, nunca le hizo el menor caso como hembra. Sus necesidades afectivas parecían resolverse con un gran tigre de trapo de su mismo tamaño que guardábamos en su habitación y al que intentaba montar con frecuencia.

La paciencia de Charly

Cuando todo el mundo esperábamos que Charly ejerciese la jerarquía debida a su sexo y a sus treinta kilos e impusiese a su pequeña compañera sus preferencias sobre la comida y el espacio, ocurrió todo lo contrario. La recién llegada se apoderó de los mejores sitios y comía en primer lugar mientras Charly esperaba pacientemente. Nunca habíamos visto a un macho ceder sus derechos ante un animal más pequeño. Todos nos moríamos de risa cuando veíamos a la pequeña y descarada perra buscar la amistad de Charly mientras éste apartaba el hocico con una expresiva actitud de hastío.

Las excursiones de Charly

En el verano de 2003, llevamos a Charly al mar e intentamos que nadara en las calientes aguas de Almería. Aprendimos que no es verdad que todos los perros exhiban una habilidad instintiva para nadar. Charly jamás había visto el agua y cuando conseguimos que diese en ella sus primeros torpes manotazos, comprendimos que la natación nunca sería una de sus habilidades. No obstante, era notable su afición por buscar piedras debajo del agua manteniendo la cabeza dentro durante interminables segundos pero con los cuartos traseros debidamente afianzados en tierra firme.

SIGUE ->

<-ANTERIOR