La juventud de Charly

23 de enero de 2001

La primera vez que ví a Charly formaba parte de una extraña comitiva: un vagabundo viejísimo empujaba lentamente una carretilla llena de chatarra. A su lado, caminaba una triste fila compuesta de tres perros; uno, grande y viejo; otro, muy pequeño y desgarbado. Delante de ellos, otro, mezcla de mil razas, de unos treinta kilos, joven y musculoso pero de andar cansino: ése era el que yo conocería después como Charly. Durante unos años anduvo este peculiar grupo por la Zona Franca de Barcelona mientras el vagabundo iba envejeciendo todavía más, sin remedio. Un día dejó de empujar la carretilla, quizás ya sin fuerzas para ello. Dos de los perros desaparecieron y sólo quedó Charly para hacer compañía a su dueño. El recorrido de la pareja se limitaba ya a ir diariamente desde la furgoneta abandonada que les servía de refugio hasta una taberna cercana. Un día, a finales de 1999, descubrí a Charly caminando solo.

La espera

Charly estaba recorriendo el mismo camino que, habitualmente, habían estado haciendo él y su dueño. Supuse que le había pasado algo al viejo y pregunté a los vecinos de alrededor. Me dijeron que hacía dos meses que el vagabundo no aparecía por la furgoneta. Nadie sabía nada de él; alguien dijo haber visto cómo se lo llevaban en una ambulancia y cómo Charly intentó seguirles durante unas pocas calles. Pensé que el viejo estaría en algún hospital y que estaría preocupado por no saber nada de su perro.

La búsqueda

Resolví buscar al anciano para darle noticias de su compañero y comencé a recorrer varios hospitales de Barcelona, sin resultado. Mientras tanto, el perro permanecía solo en las cercanías de la furgoneta y como llevarle comida no me parecía suficiente ayuda, empecé a pensar en recogerlo en mi piso. No se me ocultaban las dificultades de acoger a un animal que siempre había vivido en la calle, sin los hábitos de un perro doméstico y tampoco sabía si él soportaría estar encerrado en el espacio reducido de un piso.
Publiqué un artículo en la revista del barrio para ver si alguien podía darme una pista sobre el vagabundo. Lo redacté en un estilo deliberadamente lacrimoso para intentar llamar la atención de los lectores sobre el suceso.

Mientras tanto, con el fin de averiguar la identidad del dueño de Charly rebusqué dentro de la furgoneta abandonada. Entre un enorme montón de desperdicios, insectos de todo tipo y ropa vieja encontré un carnet a nombre de José Roca Bes. Con estos datos ya podía empezar a buscar.

Pocos días después, llegó un informe del Ayuntamiento describiendo cómo y cuándo había sido recogido el hombre. Gracias a la gestión de una consellera de la Generalitat que había leído mi artículo, pude encontrar el hospital en el que habían ingresado al anciano. Supe que había fallecido el mismo día en que desapareció de la vida de Charly.

El encuentro

La primera vez que llevé a Ana María a ver a Charly a aquel inmundo descampado, el perro salió de la furgoneta y vino corriendo a saludarnos, saltando de alegría. No nos conocía casi de nada pero aquel gesto me impresionó de alguna manera y decidí que ya no podría dejarlo allí, a su suerte, ni un día más.

Charly, animal doméstico

Charly, ya desparasitado, vacunado, documentado y con su chip correspondiente, comenzó, a sus ocho años (edad estimada por la veterinaria) su nueva vida urbana descubriendo una escalera y un ascensor por primera vez en su vida. No se me olvidará su precaución y su temblor ante aquellos extraños artefactos. Advertí una característica curiosa: aún dentro de casa, le costaba franquear los umbrales de las puertas. Sin duda era la herencia de la disciplina a la que su anterior dueño le habría sometido, obligándole a esperar en la calle, fuera de la taberna.

Charly no tenía ya aquel aspecto cansino que yo recordaba. Era evidente que, hasta entonces, había estado adaptando su velocidad de marcha a la de su antiguo amo, que arrastraba los pies con dificultad. Resultó ser un animal de fuerza extraordinaria para su tamaño. Su estado físico, salvo una ligera infección intestinal que fué neutralizada inmediatamente, era excelente. Había sobrevivido a ocho años de penurias sin aparentes daños físicos. No tenía heridas, pulgas ni cicatrices. Sólo unas canas repartidas por su frente, revelaban, sin duda, una perruna vida llena de sobresaltos. Poco a poco me fuí enterando, por los vecinos, de las hazañas que había protagonizado en aquellos primeros ocho años de su vida. Eran demasiado increíbles para darles crédito pero todo el mundo coincidía en el hecho de que ayudaba a su viejo dueño a cruzar la peligrosa avenida de la Zona Franca, de intenso tráfico. Me contaban cómo había defendido al viejo de las agresiones de los drogadictos que pasaban por el descampado, camino del centro asistencial del barrio. Hablaban de cómo había escapado, escondiéndose entre la vegetación, de los funcionarios de la perrera que habían capturado a los otros perros del viejo. De cómo dormían abrazados, su dueño y él para protegerse del frío en las noches de invierno.

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