La Tolerancia
La Tolerancia o la falta de ella, aparecen en este contexto, como el primer grado de una actitud que llevada a sus aplicaciones extremas nos acerca, por un lado, a la violencia tribal, racial o política y por el otro extremo, a la fraternidad universal imaginada por un Rousseau, reclamada por un Bakunin y puesta en práctica, con el dudoso éxito que todos conocemos, por las comunidades hippies de los sesenta.
Creo, siguiendo a los expertos que estudian el comportamiento de los seres vivos sin la venda que proporciona la visión antropocéntrica, que la tolerancia o la falta de ella no es más que otra manifestación del difícil equilibrio y el conflicto permanente entre los dos instintos principales que dirigen el funcionamiento social: El instinto altruista y el egoísta.
Superada hace tiempo -por quien la haya podido superar, claro está- la división maniquea de las actitudes humanas en buenas y malas, queda -para los descreídos etólogos- la clasificación en conductas convenientes o inconvenientes, provechosas o perjudiciales, útiles o no.
Siendo coherente con mi manía de mirar primero a mis primos -los animales- cuando quiero comprender a mis hermanos -los hombres-, advierto que la intolerancia se da, en diversos grados, en todas las comunidades de seres vivientes. En algunos casos, la intolerancia se explica por sí sola cuando vemos lo poco que un antílope tolera a un león. No creo necesario extenderme explicando por qué.
El siguiente grado podemos verlo entre especies animales que no son depredadoras unas de otras, pero que comparten el mismo nicho alimenticio. El más simple instinto de supervivencia impulsa a ciertas especies a desalojar a coces o a mordiscos a la otra especie competidora que pretende apropiarse de la merienda del grupo que ha llegado primero. Excepciones como la asociación entre cebras y ñus, o entre diversos paquidermos y sus correspondientes aves limpiadoras de parásitos, se explican por la utilidad mutua que resulta para cada uno de los miembros de la asociación. Algo así como entre los seres humanos y las bacterias de su intestino. En este caso, sería difícil para los unos vivir sin las otras.
En el seno de una misma especie también se da la intolerancia y hay suficientes razones para explicarla siempre que se den luchas jerárquicas o cortejos sexuales entre machos. También aparece entre hembras cuando se trata de delimitar territorios de anidamiento o protección de los retoños. Algún día trataré de incluir el comportamiento de la hembra de Mantis Rezadora en alguno de estos esquemas ¿es tolerado el macho por la hembra mientras, cumpliendo con su ritual reproductor es devorado por su pareja? Grave problema semántico-filosófico que prometo abordar cuando tenga más claro qué pasa por sus pequeñas cabezas.
Llegamos a la parte más trabajosa de entender: A los casos en que la intolerancia se da en el seno de una especie y sin razón aparente. Alguna pista podemos atisbar cuando asistimos, en el seno de un rebaño de rumiantes -por ejemplo: gacelas de Thompson, una bonita especie africana- al nacimiento de una cría que no responda en su aspecto físico al esquema visual que esperan sus progenitores. De vez en cuando, el sorteo arbitrario de los genes decide que algún ejemplar nazca albino; Podemos apostar a que este desgraciado ser va a tener pocas posibilidades de supervivencia. Mordido, pisoteado, empujado o, simplemente, dejado morir de hambre, es la evidencia palmaria de la intolerancia social y del germen de un incipiente racismo.
Saltando, en un inciso, hasta la sociedad rural española de los años cincuenta, recuerdo diversas ocasiones en las que la aparición de algún visitante de la capital, vestido de manera inusitada para los moldes sociales del lugar, desencadenaba entre la chiquillería un proceso que comenzaba con risotadas impertinentes y terminaba con el apedreamiento purificador.
Creo evidente un nexo común entre la actitud de los antílopes que desconfían del becerro de aspecto inesperado y la de los niños que someten a tortura al visitante ajeno. Y es el del Miedo a lo Distinto.
Parece que hay algún resorte incluido en el diseño general de cada especie que nos tranquiliza cuando el entorno percibido responde al esquema que, previamente, la Evolución ha colocado mediante selección natural en nuestro código genético. Si, sometido, a examen, el estímulo inesperado no coincide con ninguna de nuestras expectativas, se considera como hostil y se desencadena un movimiento de defensa para el cual se moviliza todo el sistema inmunitario.
Ese sistema de defensa en contra de lo Distinto, lo conocen bien los médicos y procuran que se mantenga en correcto funcionamiento tanto tiempo como sea posible. El resultado se llama Salud.
Si nos situamos ahora en el contexto social, ámbito tocado por Carlos Salinas en su artículo, el problema consiste en determinar dónde están los límites en los que ese rechazo a lo distinto termina de ser útil y comienza a ser contraproducente para la especie o para los individuos.
Afortunadamente (y ya estoy aplicando, sin querer, el modelo maniqueo) el Miedo a lo Distinto no se da en igual grado entre los seres humanos. Nuestra especie tiene la característica de la suprema heterogeneidad entre sus individuos. Esto facilita la actitud de quienes, ante algo inusitado, sienten cómo se enciende en sus cerebros la luz de la curiosidad y no del rechazo irracional. También favorece la aparición de simpáticas utopías y creencias ingenuas en un futuro mundo solidario. Pero preferiría no tomar como modelo el de las hormigas que nos cita Carlos Salinas: Se dan en este ámbito todos los males de los que los humanos nos quejamos: esclavitud, alienación, anulación de lo individual ante lo colectivo... espero que su cita haya sido una broma (1).
No parece extrañarse el autor del artículo de que los brotes de tolerancia sean tan esporádicos en el transcurso de la historia humana. Esa "frágil flor" como él lo llama no está arraigada ni creo que lo esté nunca de forma definitiva. Siempre habrá un grupo de talibanes o un grupo de generales argentinos o un gobierno nazi que mostrará cuán lejos puede llegar el ser humano en su rechazo hacia las opiniones o la raza de otro ser humano. Esa recurrencia en aparecer la intolerancia una y otra vez debería de constituir suficiente evidencia para hacer pensar que hay algún factor distinto de la cultura e inasequible a cualquier cambio producido por el mero paso del tiempo. La especie humana no ha cambiado apreciablemente en el período que la historia puede registrar. Seis o siete mil años no son suficientes para ello; Las pirámides de calaveras de los sacrificios rituales en América tienen su continuidad en las actuales fosas de Bosnia. ¿Quién sigue creyendo en una evolución positiva de esta desdichada especie?
Carlos Salinas se pregunta cuáles son las condiciones para que se conserven o desaparezcan las circunstancias que favorecen la tolerancia y la libertad. Me temo que el proceso podría obedecer a leyes estadísticas y a la teoría de los grandes números. En las Matemáticas y en las aplicaciones informáticas de última hornada encontramos herramientas que nos avisan del gran ritmo pendular de los movimientos sociales. Los zoólogos que estudian a esos pequeños roedores del norte de Europa -los lemmings- pueden predecir con un estrecho margen de error, estudiando leves signos de su comportamiento, cuándo se va a producir una de sus típicas crisis sociales que les impulsan de manera incontrolada a esos movimientos migratorios sin rumbo definido que terminan con la vida de cientos de miles de individuos.
Quizás la cultura occidental esté evidenciando signos (para observadores despiertos) que nos revelen que está, quizás, ante uno de sus más espectaculares movimientos pendulares.
Ojalá el movimiento que empezó en Grecia, se detuvo momentáneamente durante la Edad Media, recuperó la velocidad en el Renacimiento, explotó gozosamente durante la Ilustración y se desbocó en el Siglo Veinte no esté llegando al límite de su velocidad, a punto de reventar sus calderas por la presión. Vamos: que, a lo peor, ya toca volver a la Edad Media.
Yo puedo ser muy tolerante pero, por si las moscas, estoy aprendiendo a utilizar el arco y las flechas.
Nota: (1) En el texto definitivo he eliminado la referencia a que se refiere Francisco Mercader. En verdad se prestaba a equívocos. (Carlos Salinas)